Más allá del tiempo y de la muerte: La historia de amor de Amalia Simoni e Ignacio Agramonte

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Una de las más bellas y fascinantes historias de amor —que transcendió a su época y a su espacio— la protagonizaron en la otrora Villa de Santa María del Puerto del Príncipe, hoy Camagüey, Amalia Simoni Argilagos[1]  e Ignacio Agramonte y Loynaz.[2]

Ni el tiempo ha podido borrar de los sentimientos de los camagüeyanos ese
encantamiento amoroso, ese eterno y mágico amor entre Amalia e Ignacio, como música esparcida por el viento. Todos los días en cualquier sitio de la ciudad se evocan algunas de sus hermosas cartas:

«Cómo gozaría si fuera yo y no mi retrato y mis cartas tu compañero cuando coses… Cuando aquí salgo al campo y tomo alguna flor, me es triste no poder
ofrecértela y contemplarla entre tus cabellos negros… El campo hace más
crudos los tormentos de la ausencia… Yo no te pido más amor, porque no se
puede amar más.»

«…¡Ay, Ignacio mío, el corazón parece querer saltárseme del pecho cuantas veces la leo (las cartas de El Mayor); cada una de tus esperanzas, cada tormento, cada palabra, me hacen sentir, demasiado; y me admiro de encontrar fuerzas para vivir tanto tiempo lejos de la mitad de mi alma (…)»

Amalia recibió una esmerada educación. Era una joven muy bella, culta y encantadora. Dominaba tres idiomas. Tomó lecciones de música. Perfeccionó sus estudios de piano en Roma, París y Florencia. Su padre, Don José Ramón Simoni, contaba con una inmensa fortuna. Precisamente tras regresar a Camagüey en la década de 1860, después de cinco años en el extranjero, Amalia conoce a Ignacio e inician el noviazgo.

Ignacio se encontró con Amalia durante sus vacaciones en su ciudad natal. Era
estudiante de derecho de la  Universidad de La Habana. Un joven alto, delgado y muy pálido, pero no de una palidez enfermiza. Escribió Aurelia Castillo González, que era una «… palidez de fuertes energías reconcentradas».

Su cabeza era apolínea; sus cabellos castaños, finos y lacios; sus ojos pardos
velados, su boca pequeña y llena y sombreada apenas por fino bigote; su voz
firme.

Desde el primer instante que la vio experimentó una sensación nueva. Jamás se había enamorado. Pero Amalia le causó tanta impresión que quedó hechizado. Ella le correspondió desde el primer instante. Ambos se amaban con delirio. Amalia Jamás sintió por otro ser una expresión tan fuerte. Todo su amor y su vida la había entregado a Ignacio, mientras que él no tuvo mirada para otra mujer.

Ese amor pleno que ambos se profesaban quedó plasmado en las bellas cartas escritas antes y en el contexto de la  Guerra de los Diez Años en Cuba. «No puedo disminuir mi cariño hacia ti por ningún motivo. Anoche, como ahora, y como siempre, mi amor es infinito y toda mi dicha se cifra en tu felicidad: daría toda la que yo pudiera disfrutar por un solo momento de contento para ti: saborearía los mayores dolores con placer por ahorrarte el más insignificante de los tuyos.»

Cada correspondencia que llegaba a las manos de la dulce Amalia, iluminaba su rostro y el amor se engrandecía.

«… Yo no te quiero tanto como tú a mí. Si quieres tener una idea (…) de mi amor, multiplica el tuyo que figuro que es grande por la inmensidad del espacio y por la eternidad del tiempo y su resultado te la dará. No quiere ni se inquieta una madre por el hijo que contempla en sus brazos como yo por ti, ni concibo amor alguno que alcance la intensidad y vehemencia del mío».

La joven le contaba a Ignacio, tomados de las manos, historias sobre su estancia en 800 ciudades en el extranjero: los boulevares de Paris, los románticos canales de Venecia, los espectaculares carnavales de Niza, las impresionantes neblinas de Londres, las calles y monumentos fabulosos de Berlín, los rascacielos de Nueva York, los importantes puentes de Hamburgo y los helados paisajes de Canadá.

Ignacio quedaba anonadado cuando escuchaba a la joven cantar melodías, en las que se evocaban historias y juramentos de amor y fidelidad, porque como escribió José Martí: «Amar no es más que el modo de crecer».

No todo era satisfacción para el joven, porque el padre de la muchacha se oponía a esa relación. Tanto Amalia como Ignacio habían jurado amarse eternamente. Ella estaba decidida también a respetar la voluntad de su padre y a la vez se disponía a no tener ojos para otro hombre.

—Papá, no te daré el disgusto de casarme en contra de tú voluntad, pero si no es con Ignacio, no me casaré con nadie.

Terminada las vacaciones el joven regresa a La  Habana, con el inmenso dolor de la oposición de Don José Ramón Simoni. Él también había confesado amor infinito a la encantadora dama.

Pero tantas eran las convicciones, cualidades morales y argumentos de Ignacio que tras una conversación con el doctor Simoni, logró convencerlo. El padre de
Amalia estaba seguro ahora que la muchacha había encontrado al hombre ideal.

—Hijo, dame esa mano para estrecharla como un caballero… Te concedo la mano de mi hija Amalia… ¡Ojalá que sean muy felices…!

Esas palabras fueron como devolverle el alimento a Ignacio, quien estaba seguro que su primer amor sería eterno y ese mismo sentimiento latía en el corazón de la joven.

—»Jamás lo dudes… me siento tan dichosa amándote y siendo el objeto de tu amor, Ignacio».

—»Sí… Amalia de mi vida, eres mí único delirio; a nadie, a nadie, amo tanto como a ti…»

Los bellos y expresivos ojos negros, el largo pelo suelto sobre sus hombros, la
postura activa y la melodiosa voz le imprimían tal encanto a la muchacha que
muchos la consideraban una reina de la belleza y la cultura.

En el hermoso jardín de la casa quinta Simoni ocurrían los frecuentes encuentros de los dos enamorados:

«Te debo más, Amalia de mi vida, que quien me dio la existencia».

Ignacio estaba totalmente enamorado de ella y a la vez comprometido con la causa revolucionaria. En Carta a Amalia le expresa su fervor patriótico:

«Ya la resignación en lo tocante a nuestra ausencia se agota y hace aumentar mi
odio a los españoles. ¡Cuánto nos ha hecho sufrir siempre la separación! Cuba
exige grandes sacrificios; pero Cuba será libre a toda costa: Las
contrariedades más nos exaltan y más indomables nos hacen».

«Yo te aseguro que vacilaría si alguna vez encuentro tu felicidad y mi deber frente a frente».

«Tu deber antes que mi felicidad, es mi gusto, Ignacio mío, y como no amarte si
eres tan grande, si tan elevado es tu corazón».

El noviazgo de Amalia e Ignacio duró dos años, tiempo suficiente para contraer
matrimonio el 1 de agosto de 1868. Pero el deber con su otro gran amor, la Patria, llama y tres meses después de jurar, ante el altar amor eterno, marcha a la manigua y se incorpora al Ejército Libertado[3]

—No hay otra salida. A nosotros nos ha tocado responder, seguir el camino ya
trazado por otros. Es un privilegio más que un deber, Amalia mía.

— Lo entiendo así, Ignacio; y puedes irte tranquilo: sabré ser la digna esposa de
un patriota.

— Lo se Amalia, y por eso estoy orgulloso de ti; además allá no estaré solo.
Están mi primo Eduardo, Enrique, y miles de hermanos…

— … y estaré yo. ¡Estaré siempre contigo, a pesar de la distancia, de las horas
de angustia, del terrible peligro, a pesar de todo, Ignacio mío… !

El idilio, abandonado lujos y comunidades para marchar a la manigua.

Quien pronto se convirtió en un excepcional estratega militar, ni un solo segundo dejó de pensar en su amada Amalia:

«Acaso no haya romance más bello que el de aquel guerrero».

A decir de José Martí:[4], «¿Y aquel del Camagüey, aquel diamante con alma
de beso? Ama a su amada Amalia locamente; pero no la invita a levantar casa
sino cuando vuelve de sus triunfos de estudiante en la Habana, convencido de que aún tienen todavía mejilla aquellos señores para años: «no valen para nada
¡para nada!». Y a los pocos días de llegar al  Camagüey, la Audiencia lo visita,
pasmada de tanta autoridad y moderación en abogado tan joven «¡ese!»; y se siente la presencia de una majestad, pero ¡no él!, que hasta que su mujer no le cosió con sus manos la guajira azul para irse a la guerra, no creyó que habían comenzado sus bodas (…)»

En un pequeño bohío, al que Ignacio bautiza con el nombre de El Idilio[5], cuando el guerrero llegaba fatigado del combate, era recibido por su Reina bien
arreglada y vestida con una bata blanca, porque a decir de Martí:

«…sin sonrisa de mujer no hay gloria completa de hombre».

El Idilio fue levantado en medio de una fascinante huerta de árboles frutales, y
según cuentan los robustos troncos vivos se habían aprovechado para su
construcción. Amalia se enfrentó a todas las vicisitudes de la guerra.

El trovador y poeta cubano Silvio Rodríguez compuso en honor al guerrero una hermosa canción, muy conocida en la  Isla caribeña: «El Mayor». En una de sus estrofas narra la separación de Ignacio de su amada:

Mortales ingredientes

armaron al Mayor;

destreza de la esgrima,

suceso como presa,

Amalia abandonada

por la bala,

la vergüenza, el amor,

o con un fusilamiento,

un viejo cuento,

moderaron su adiós.

Detención de Amalia

El 26 de mayo de 1870, Amalia e Ignacio se despertaron alegres inmersos en los preparativos del primer aniversario de su mambisito. A las 8 de la mañana llegó un muchacho al rancho avisando que una columna enemiga venía hacia el Idilio.
Ignacio no le dio crédito a la información, porque su Estado Mayor y sus
ayudantes, que estaban a un cuarto de leguas del sitio, no habían dado la
alarma. Cuenta Amalia que el muchacho regresó nuevamente diciendo:

«La tropa española está ya cerca de El Idilio, Ignacio que tenía en sus brazos al
niño y se reía oyéndole pronunciar tan malamente las pocas palabras que sabía,
se puso serio, y abrazando a su hijo y a mí, dijo con voz grave: ‘Esto parece
una traición. No te aflijas; la esposa de un soldado debe ser valiente…’ y
besándonos por última vez, dijo: ‘Volveré pronto…’ Llamó a papá y le dijo:
‘Intérnese en el monte; que se preparen pronto con lo indispensable de ropa, y
salgan de aquí en seguida… voy a ver qué es lo que pasa; de todos modos,
estaré de vuelta en dos o tres horas; y montó a caballo, acompañado de su
asistente, para reunirse con sus ayudantes…»

Afirma Aurelia Castilo que al arreglarse un poco, antes de la llegada de la tropa,
Amalia había ocultado debajo de sus vestidos, amplios como la moda los imponía entonces, una bandera cubana, especialmente querida de Agramonte, por haberla sacado triunfante de mil encuentros.

No tuvieron tiempo las mujeres de internarse en el monte. Las tropas españolas
estaban allí. A a las preguntas del capitán Arenas, la madre de Ignacio, la más
serena, temblaba de temor.

— ¿Y quienes son estas jóvenes? — preguntó el oficial.

— Esta es la esposa de de Eduardo Agramonte y esta la de Ignacio Agramonte,
respondió la madre de El Mayor. Entonces Amalia perdió el conocimiento.

El capitán, al escuchar el nombre de Ignacio, dejó caer su sombrero en honor al
esposo de Amalia.

— Señora, tranquilícese usted y no tema nada. Su marido me tuvo prisionero tres meses y me salvó la vida. Desde este momento está usted bajo mi salvaguardia, y es una gran dicha para mí poder manifestar de este modo mi eterno agradecimiento. Pero ustedes tienen que venir con nosotros. Tenemos órdenes severas de recoger las familias. No tema nada.

El capitán se dirigió a sus soldados:

— ¡Cuidado con faltar en lo más mínimo a estas señoras!

En el atardecer Ignacio regresa a El Idilio y se encuentra con Simoni. El doctor
estaba de pie sobre los escombros humeantes. Los dos hombres se abrazaron y
lloraron largamente. Ignacio tenía fiebre alta.

El Mambisito

En la finca llamada «San Juan de Dios», la columna española, y sus
prisioneras, se encontraron con fuerzas al mando del General Ramón Fajardo.
Éste dio todas las atenciones a Amalia.

Era la primera noche de la dantesca marcha. Amalia es conminada por Fajardo a escribirle a Ignacio una carta en la que lo instará a que se rindiera, pero la
respuesta fue firme:

— ¡General, primero me cortará usted la mano, antes que yo escriba a mi esposo
que sea traidor!

— ¿Traidor?

— Sí, traidor a su patria.

En esa finca quedó guardada la bandera cubana que Amalia llevaba escondida entre sus vestidos; pero como se le dio candela al rancho, la bandera quedó destruida.

Escribió Aurelia que la columna española había recogido muchas familias en aquellos contornos, llegando las personas a unas cientos, y llevadas en carretas tiradas por bueyes, fue una verdadera calle de Amargura para ellas la distancia
comprendida entre «La  Angostura» y la ciudad de Puerto Príncipe.

Los huesos de los muertos eran triturados por las ruedas; la sangre manchaba
aquellas tierras, verdes antes de ricos cultivos, áridos entonces o
empantanadas; los estragos del incendio se veían por todas partes; las
haciendas, huérfanas de habitantes, de ganados, de aves de corral, eran
verdaderos páramos. Las prisioneras no quisieron comer en los seis días que
duró aquella peregrinación más que algunas frutas, negándose hasta tomar el
agua que en sus sombreros les ofrecían los soldados, compadecidos de su
abstinencia. Para los niños cogían el agua más limpia que podían conseguir y le
ponían azúcar de un saquito que llevaba una señora: la de Enrique L. de Mola.
Una criatura nació en aquel vía crucis, y asistida la madre — Ángela Castillo
de Betancourt — por un médico militar, que de tales cosas no sabía una palabra,
sucumbió pocos días después de su llegada a Puerto Príncipe. El niño también
falleció posteriormente.

Allí, en el Estado Mayor, encontró Amalia a un cubano que había sido amigo suyo, y que a un movimiento de sorpresa en ella, acaso de disgusto, le dijo:

— Usted se avergüenza de verme aquí.

— Si — contestó Amalia — me avergüenzo y me da lástima de usted.

— Bueno, yo también me avergüenzo; pero no hablemos ahora de eso. Lo que deseo es que usted sepa que está bajo la custodia de dos caballeros: el Comandante Gutiérrez y yo. El capitán Arenas la ha dejado a usted muy recomendada.

El 30 de mayo entró a Puerto Príncipe el grupo de prisioneras. La turba de
soldados y de voluntarios furiosos gritaban al ver al hijo de Agramonte:

— ¡Es un varón! ¡Matarle! ¡matarle! ¡matar al mambí!

El niño, espantado, se agarraba fuertemente al cuello de la madre. Los oficiales
casi no podían contener a aquellas bestias. Amalia, subió corriendo las
escaleras de la casa de Gobierno, hasta que el Brigadier Sabás Marín, le quitó
el niño y lo subió él.

El exilio

Tiempo después es obligada a marchar al exilio. Viaja a la ciudad de Nueva York, con su hijo Ernesto Ignacio de brazos, y en su vientre, a Herminia, quien nace en un país extraño.[6] Supo él a través de expedicionario que llegaron de Estados Unidos del nacimiento de la niña, pero no recibió la carta que su esposa le envió con la grata noticia. La misiva que con tanta ansiedad sería esperada se
devolvió cerrada a las manos de ella.

Con sus joyas pagó los primeros días de estancia en Estados Unidos. En su casa se reunía con los cubanos que luchaban por la independencia de Cuba, entre otros José Martí.

Veía muy lejos la posibilidad de acariciar el rostro de su amado y temía por su
vida. El 30 de abril de 1873 le escribe desde Mérida. Transcribo algunos
fragmentos de la única carta que se conoce de Amalia:

«¡Ah! tú no piensas mucho en tu Amalia, ni en nuestros dos ángeles queridos, cuando tan poco cuidas de una vida que me es necesaria, y que debes también tratar de conserva para las dos inocentes criaturas que aún no conoce a su padre.

«Yo te ruego, Ignacio idolatrado, por ellos, por tu madre; y también por tu
angustiada Amalia, que no te batas con esa desesperación que me hace creer que ya no te interesa la vida. ¿No me amas?

«Además, por interés de Cuba debes ser más prudente, exponer menos un brazo y una inteligencia de que necesita tanto. Por Cuba, Ignacio mío, por ella también te ruego que te cuides más (…Estoy más tranquila porque me parece ver tu semblanza adorado, y adivinar en él que me ofreces cumplir lo que tan
encarnecidamente te ruego. ¡Ay, si pudiera hablarte siquiera una hora!
Constantemente te escribo, porque sé el consuelo que será para ti saber de
nosotros. Yo creía que al menos habrías recibido la que hace un año te envié
con Lorenzo Castillo junto con los retratos de los niños y que él me juró
entregarte (…)

«Cuídate más, amor mío, cuídate; yo quiero verte aún en esta vida y mi deseo más ardiente es que mis inocentes hijos conozcan a su padre. Mi pobre niña jamás ha sentido tus labios tocar su semblante angelical! ¡Qué júbilo para mí, Ignacio mío, el día que vuelvas a mi lado, y puedas abrazar a los dos ángeles!

«Dios querrá que ese día no esté muy lejos.

«Papá va a escribirte, él te contará algo de los negocios de Cuba.

«Se preparan grandes expediciones. ¡Ay! como te sigue la imaginación allá en los
campos de la pobre Cuba. No olvides mis ruegos, Ignacio de mi vida. en
complacer a tu esposa que te adora y delira incesantemente por ti. Adiós, mi
bien más querido, quiera Dios que pronto vuelva a verte tu Amalia.

«Escríbeme siempre. Tuya eternamente

Amalia»

Ignacio no llegó a recibir esta carta.

La muerte del héroe

El 11 de mayo de 1873, el Mayor General Ignacio Agramonte y Loynaz cae en combate en los potreros de Jimaguayú, después de participar en más de 100 combates. No había cumplido los 32 años de edad.

La escritora y amiga de El Mayor, Aurelia Castillo de González, en su libro
Ignacio Agramonte en la vida privada señala: «… fue aquel un día
espantoso en Puerto Príncipe. Jamás podremos olvidarlo los que lo presenciamos. Cuando los españoles descubrieron, gracias a una cartera y a un retrato de la amada esposa, que uno de los muertos en la que habían tenido por la insignificante refriega, era Agramonte, la noticia voló como en alas de
electricidad a la capital de la provincia, y los voluntarios, ebrios de gozo
—¡bien sabían el valor de la vida que se había tronchado! — se apoderaron del
cadáver y, atravesándolo sobre una bestia, la hermosa cabeza ras de tierra, lo
pasearon triunfantes por las principales calles de la ciudad, entre tumultuosas
vociferaciones, cínicas carcajadas y atroces insultos. Al paso de la
horripilante procesión, cerrábanse las puertas con rudos golpes».

La noticia le llegó a Amalia en el lejano Nueva York.

«¿Cómo decírselo a Ernesto? ¿Cómo hablarle a Herminia de un padre al que nunca conoció? ¿Cómo vivir?»

La esposa de El Mayor regresó a la patria antes del inicio de la Guerra del 95, organizada por José Martí. La quinta Simoni, en la otrora ciudad de Puerto Príncipe, había sido destruida por las fuerzas colonialistas españolas. Ella prosiguió los ideales de Agramonte y su casa se convirtió en foco de insurrectos. De Amalia, el Héroe Nacional de Cuba José Martí escribió:

«Por la dignidad de su vida, por su modestia y gran cultura; por el cariño ternísimo y conmovedor que acompaña y guía en el mundo a sus dos hijos, los hijos del héroe, ¡respeta PATRIA y admira, a la señora Amalia Simoni!».

Una vez más es deportada y solo pudo regresar a su país luego de constituidala República.

Francisca Margarita Amalia Simoni Argilagos, jamás buscó un amor que pudiera sustituir el que sentía por Ignacio. Cuenta la historia que una multitud emocionada acudiría el 24 de febrero de 1912 a la ceremonia de develamiento de la estatua ecuestre de Ignacio Agramonte y Loynaz.

Envuelto el monumento en una enorme bandera cubana, una anciana venerable tira del cordón que anuda el pabellón de la estrella solitaria. Fulgura al sol el
bronce, y la dama, conmovida, se desmaya, la avalancha del dolor contenido se
le viniera encima. Era Amalia Simoni Argilagos, la viuda de El Mayor. Más allá
del tiempo, de la muerte, estaba ahí Ignacio. ¿Para ella? Para todos. Para
siempre.

«Adiós, Amalia mía; aun después de la muerte te amará tú Ignacio».

La estatua ecuestre a El Mayor, fundida en bronce, como su base de granito, fueron elaboradas en Roma, Italia, por el escultor Salvatore Buemi. Se cumplía así el sueño de su amiga de juventud, Aurelia Castillo de González:

«¡… él siempre debe estar altísimo ante nuestra vista interior, como símbolo y
eterno ejemplo de pureza moral, de cívica grandeza!».

Enferma, en 1918, Amalia Simoni Argilagos, viaja a La Habana y la noche del 23 de enero de ese año le pide a su hija:

—Herminia, tócame el Movimiento Perpetuo de Chopin ¿quieres? Quizás sea lo
último que te pida, hija mía…

La muchacha observa a su madre. De sus ojos surgen unas lágrimas involuntarias. Se sienta frente al piano y toca las melodías de la juventud de Amalia, de la época en que era una de las jóvenes más hermosas del otrora Puerto Príncipe y que deleitaba a todos con su encanto.

Debajo de la almohada, al morir aquel patético día, guardaba las cartas de su amado Ignacio:

«El bien que me hacen tus cartas es inexplicable, Amalia mía; yo no puedo
expresarte lo que siento cuando en ellas leo que nadie me idolatra como tú, que
a nadie le hace tanta falta mi cariño como a ti; una propuesta tuya de amor,
Amalia, siempre produce el mismo efecto que la primera vez que pude comprender que me amabas: nunca encuentro habituadas a ellas las fibras del corazón, siempre la acojo y me colma de gozo como si ignorara que me amases. Sí, bella mía, quisiera oírte decir incesantemente que me quieres como no es posible querer a nadie más, y que te es necesario mi cariño; mi cariño me excede a todos; cuya inmensidad no es posible exagerar y que desafía por su duración a la misma muerte, como por su constancia a las mayores contrariedades».[7]

«Por las tardes caminas por la casa como quien se impacienta de ver que no llega alguno que espera; y yo, Amalia mía,  cuando oigo las seis, hora en que acostumbro ir a verte, siento todo lo triste que es estar lejos de ti; entonces me presenta la imagen agolpadamente, nuestros paseos en el portal, el jardín, las flores, la fuente, el letrero del álamo, la glorieta, las palmas; todo se presenta en confusión con los atractivos y encantos que se vieron y experimentaron en unos días  deliciosos; me parece verte recorriendo lentamente las calles del jardín pensando en mi, y deteniéndote a veces ante alguna planta al recordar que de ella tomaste una hoja para mi o yo una flor para ti».(24 de julio de 1867)

«A Ernesto y Herminia háblales con frecuencia de su papá, educa y forma sus
corazones tiernos a semejanza del tuyo; que cuando encuentre en ellos tu
retrato y tu alma, mi cariño y mi satisfacción no tendrán límites. Dale un
millón de besos.

«¡Quién viera a nuestros ángeles!

«Y tú, adorada mía, no dudes jamás que yo vivo pensando en ti; que mi más ardiente deseo se cifra en que volvamos a reunirnos para no separarnos nunca más, que no conozca otra ventura ni otro bien que tu amor; que solo por él me es grata la vida y que es inmutable, la pasión, el delirio con que te idolatra tu
Ignacio».[8]

Notas de referencia

[1] Amalia Simoni nació el 10 de junio de 1842, hija de Ramón Simoni y Manuela Argilagos.

[2] Ignacio Agramonte nació el 23 de diciembre de 1841, en el seno de una familia de rancia cepa criolla de Puerto Príncipe, de la burguesía terrateniente. Sus padres Ignacio Agramonte y Sánchez Pereira, y Filomena Loynaz y Caballero, pertenecían por su origen al patriciado camagüeyano. Tuvo 4 hermanos: Eduardo, Mariano, Francisca y Loreto. Todos camagüeyanos.

[3] Ignacio Agramonte se incorpora a la guerra el 11 de noviembre de 1868, en el ingenio El Oriente, en el actual municipio camagüeyano de Sibanicú.

[4] José Martí: Obras Completas. Tomo 4.  Editorial de Ciencias Sociales,La Habana, 1991, p., 36.

[5] Nunca se ha sabido el sitio exacto donde Ignacio Agramonte construyó con
troncos vivos, en medio de un huerto de árboles frutales, el bohío El Idilio.
Vecinos de la comunidad de Sierra de Cubitas afirman haber encontrado
fragmentos de lozas, armas y otros artículos, entre ellos cubiertos de mesa de
fina factura, próximo al río Jigüey, en medio del bosque dela Sierra de Cubitas.

[6] Ignacio no llegó a conocer a la niña.

[7] Juan Ramírez Pellerano: Cartas a Amalia. Editorial Ácana, Camagüey 2007.pp, 80.

[8]  Ídem. pp, 79.

Bibliografía

José Martí: Obras Completas. Tomo 4.
Editorial de Ciencias Sociales,La Habana, 1991.

Cruz, Mary: El Mayor. Instituto Cubano del Libro.La Habana, Octubre de 1972.

Castillo de González: Ignacio Agramonte en la vida privada. Editora Política,La Habana, 1990.

Depestre Catony, Leonardo: Cuba en Citas 1868—1898. Editorial Gente Nueva.La Habana, 1987.

Programa especial radial por el 162 aniversario del natalicio de Amalia Simoni, Fabelo Pinares, Miozoti. Junio 2004.

Eugenio Betancourt Agramonte: Ignacio Agramonte y la Revolución cubana,
Apéndice no 1, Dorrbecker, La Habana, 1928

Juan Ramírez Pellerano: Cartas a Amalia. Editorial Ácana, Camagüey 2007.


5 comentarios on “Más allá del tiempo y de la muerte: La historia de amor de Amalia Simoni e Ignacio Agramonte”

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