Los Clavos de Cristo (+Fotos)

 

Por Rainer Castellá Martínez/ Fotos Lázaro David Najarro Pujol

                                                                                  Jesús se puso a decir: salgan de aquí porque la muchachita no ha muerto, sino que duerme.

                                                                                                                        Mateo 24

Mucho tiempo después persistía en mi memoria las reliquias en el interior de la iglesia de la Merced, de la Villa de Santa María del Puerto del Príncipe, hoy Camagüey, cuyo catálogo fotográfico conservo con gran recelo entre mis archivos de trabajo, animado por el afán de esgrimir la sensación idílica que experimenté dentro de aquel santo recinto, cargado de historias, mitos y también vestigios mundanos.

Rebusco entre mis archivos sobre la Villa, artículos, anécdotas y leyendas que dieron idea a la conformación de estos diez ilustrados relatos de ¿ficción? Debo reconocer que la ficción jamás consigue sellar un pacto absoluto con la realidad, pero acertada en la literatura abarca una visión absoluta que el arte creativo jamás se atrevería a cuestionar.

Fue así como escribí esta historia de judíos que creí escuchar en el púlpito, de la boca de algún feligrés, hoy sin rostro, como si fuésemos personajes anónimos de esta historia que ahora anexo al libro, mientras contemplo una vez más, lleno de gracia divina, la undécima estación de Jesús Clavado en la Cruz, como si el artista hubiese estado allí, y tanto como yo fuese otro testigo anónimo de la ficción que solo desde la realidad su sepultura ensalza, ¿o no?

I

La grácil franja de luz se mecía a merced del incipiente amparo de las cintas de plata que a torrentes descendían del cielo para impactarse en la superficie, evocando una chirrido estremecedor, cual impar eco sacudía el filtro apacible donde se erigía el lívido silbido del silencio ante la incipiente destreza de los clavos asidos al fértil devaneo de la carne, como si la sangre derramada se fundiese a ese exabrupto de incertidumbre donde los segundos muertos cuentan con mayor agudeza que su abrupto nacimiento. Contemplarla a dos metros de distancia no bastaba. En el filo de sus ojos la búsqueda nociva del pasado se entretejía irascible con la lumbre acuciante de su cabello errado en tiras derredor al abdomen.

El fingimiento de la vida constituye una gran mentira estética. La belleza se presenta a raíz de la multiplicidad de sus verdades más concretas. Acercarse a ella supone una complicidad irreductible de la que no pretendía ser rector.

Muy al contrario, ella era mi guía. La divina esencia de la materia humana sumergida en la fértil levedad de la bruma adormecida que somete la consciencia, ante la impúber indulgencia del tiempo egoísta. ¡No pretendía interrumpir su cauce prolongado, no! Sumarle determinadas peculiaridades a su trazo fatigoso constituiría una efímera dosis dentro de su estructura omnipotente.

El reflejo de la realidad supone una subjetiva interpretación de los fenómenos que le acontecen y los objetos que la componen. Permitir que tanta belleza junta fuese parte de ese entorno, arriesgarme a una conclusión fatal, constituiría un acto sacrílego. Avanzo al pasado y lo defino en esa secuencia de imágenes que sacude mi mente y le brinda acaso un cayado para corregir los esquemas coherentes que lo componen.

Lo importante no era la inmovilidad de mi cuerpo atraído por el desliz de sus pasos del otro lado de la ventana sino la apacible sensación que dejaba con sus huellas, y que yo insistía en comparar con un charco de agua turbia de uniforme circularidad, salpicado por una gota imperceptible de pintura blanca, cuyo efecto paulatino se expande irrevocable hasta cubrirlo todo. Incluso la más traviesa emoción queda atrapa en su destello.

No podría definirlo de otro modo. El amor es un anhelo de libertad insaciable, cuya noción se adscribe a la grata alborada de un punto fijo que mitiga la búsqueda del ideal. Su pretensión consiste en pertenecer a ese cúmulo de beldad que le representa y dignifica sin derogar un ápice notorio, ávido a la idéntica razón que le gesta. Aceptar mi culpa destructiva sería reconocer un acto de vileza del cual pretendo marcar una distancia irreconciliable.

La obsesión es un calificativo mezquino que no intento disuadir con atenuantes infundadas en el conjunto de razones triviales que envenena a los cerebros racionales. Yo he pretendido ir más allá del tiempo y los estoicos ideales, de la pasión y el deseo por la carne, del amor que nos limita y nos convierte inevitablemente en una especie animal. He sacrificado cada uno de mis afanes mundanos  en virtud del preciosismo que lego al mundo. No como su hijo sino como su Padre.   

Su candidez se vierte en la sangre que ahora ofrezco. ¡Qué egoísmo más grato contener tanta verdad para sí mismo! No sería justo. Renunciar al amor es el único modo verdadero de amar.

  II

  Fueron las últimas palabras que se leían en la nota hallada durante la escena del crimen.

-No hay dudas. El caso está cerrado- le dijo el inspector al subalterno, dándose la vuelta. Apenas se respiraba aire fresco dentro de aquel taller de pintura. A unos metros a su derecha yacían media docena de cuadros sobre el respaldo de un caballete.

Corrió la lona que apenas conseguía a cubrir la parte inferior. Tardaría unos segundos en retirar los paisajes hasta anonadarse con la imagen del óleo que reposaba al fondo. Se trataba de una cruz inmensa, de forma ondulada en la base, servil a una mirada satisfecha, cual boca abierta y de rodillas bebía la sangre que goteaba de los pies de la víctima.

De súbito un sudor helado le recorría la frente, anidándose en sus párpados gastados. Se rebuscó el bolsillo del pantalón. Dilató el temblor de la mano derecha dentro del bolsillo del pantalón durante algunos segundos. Secó el sudor grasiento de su rostro con actitud enérgica. Su ayudante miraba hacia un punto fijo de la nada.

El inspector tendió un suspiro, devolviendo el pañuelo al bolsillo del pantalón. Se acercó al cuadro y fue trazando con la punta de los dedos el recorrido de la sangre cayendo en la sedienta boca del arrodillado sin rostro. Un brumoso agujero negro aventajaba la tímida faz que a juzgar por sus extremidades no sería complejo deducir su correspondencia con una figura masculina. En cambio la imagen de la víctima se vislumbra a la perfección tendida en su agonía al calvario de la cruz.

El inspector permaneció sumido a la lividez suprema de aquella incauta vorágine sumida a la siniestra pintura hasta cobijar la sensación de que su cuerpo se estrechaba en aquel agujero negro a raíz de una causa incognoscible, ataviado al impulso de liberar sus instintos dábase la vuelta bruscamente, impactándose con el cerco pendenciero de miradas que colmadas de impudicia le acechaban.

-¡¿Qué esperan?! Bajen a esa pobre jovencita de la cruz. ¡Ahora!- replicaba autoritario y más absorto aun la irritabilidad de su carácter se abastecía sin límites al comprobar el asedio inmóvil de los policías que le acompañaban. Una extraña sensación estrujaba sus sentidos al unísono de anidarse en su lengua el amargo sabor de una sustancia que parecía fabricar espinas en su garganta.

Tomó aire en los pulmones, el lugar era húmedo y polvoriento, sentía que estaba a punto de asfixiarse, rompió a tras pies el círculo que formaban los policías, apenas avanzó unos pocos metros en dirección a la engrosada cruz de madera donde el cadáver se extinguía crucificado en detrimento de la indiferencia hasta que su cuerpo cayó al suelo, poseído por la sensación de ser arrojado al agujero negro que amenazaba con cubrir en su totalidad cada partícula de su todo luminoso hasta que sintió unos puñetazos en la espalda, alentadora de la sangre que resbalaba por su garganta, salpicando el agujero negro, cuya envoltura omnipotente comenzaba a disiparse. Una sonrisa anémica se tejió en su consciencia victoriosa antes que la luz destallase en sus ojos cerrados.

 

 III

Como una alfombra persa la niebla cubría los adoquines donde transitaba en bicicleta un joven de pantalones cortos y abundantes rizos, ocultos bajo la uniforme mostaza de una gorra típica para la caza, colgando su reflejo en las inmóviles aguas de los canales, cosidos por el paño por puentes sobre la urdimbre de irregulares callejuelas, simulando formar riachuelos de piedra para unificarse al centro comercial de la ciudad, donde los coches cupé se apostaban a la sombra de las cafeterías y establecimientos comerciales a la espera del disfrute rutinario de damas y señores de la alta sociedad.

El joven se detuvo recostando la bicicleta a la vidriera de una lujosa joyería. De la puerta pendía el cartel que enunciaba el negocio cerrado, miró el bolso de periódicos que llevaba enrollado al hombro. Optó por tocar y no tardó en escuchar unos pasos que descendían por la escalera. Provisto de una sonrisa estipulada le recibía un hombre grueso, de edad avanzada, vestido de negro, cutis ralo, y barba abundante.

-Tenga buenos días señor. La prensa para usted- agregó y tuvo la impresión de ser ignorado incluso por el persistente sonido de la campanilla, servil a la puerta entreabierta. Un brillo indolente se tejía en los ojos de aquel señor enmascarando la evidente acritud que sus facciones poseían.

Con su mano libre rebuscó en el bolsillo mostrándole una peseta. Entonces el muchacho reaccionó entregándole gustoso el periódico, ahondando en los límites de la ingenuidad le dio las gracias, recibiendo insultos y blasfemias una vez que la página inicial del periódico dejase de cobrar aparente importancia por parte del cliente, ante la huella irreversible del periódico que fue lanzado a la calle una vez que el sonido de la campanilla cesaba, prolongando su eco en la aterrada naturaleza del chico, tomándolo del suelo como un bólido, y sin devolverlo al bolso se montó en la bicicleta escapando a toda velocidad de aquella vecindad elitista.

Se sentía profundamente decepcionado en su primer día de trabajo. Maldijo su fortuna por tocarle una región que al parecer se distinguía por los buenos modales. ¡Nada más lejos de la realidad! Pensó, tomando asiento sobre el borde de un pequeño puente tapizado en ladrillos de moho enervante y arrojó convencido la moneda, agitando la calma de las aguas que unos metros más abajo pincelaba el canalizo. Colocó luego el ejemplar en el bolso, sacudiendo las puntas y enrollándolo de modo que conservase su molde inicial, se dispuso a ponerse en marcha, pero se detuvo apenas pedalear.

Respiró hondo tras volver a maldecirse y retornó al lugar inicial. Lo rescató otra vez del suelo, pero esta vez no pudo evitar que la tinta de la cubierta se corriese en uno de sus titulares. Bajó el periódico a la altura de la cintura, dudó si desecharlo o volver a colocarlo en la bolsa. Furtiva, la neblina retiraba de los adoquines su acecho. El tiempo precedido sosegaba su imperiosa voluntad sin permitirle aun la formación de abordar una decisión razonable.

Mientras lo hacía, servil a esa suerte de nimios acontecimientos que sugería la soledad del entorno, se dispuso a leer el titular de la tinta corrida: Capturado el asesino de la hija del Barón, de origen judío Joshua Reynolds. La señorita Katherine Reynolds, hija menor del distinguido joyero, después de una exhaustiva búsqueda por parte de las autoridades, su cadáver fue hallado en un taller de pintura abandonado en los barrios bajo de la ciudad. Se descubrió que su asesino fue el propio inspector de la policía quien sostenía en secreto desde hacía varios meses una relación sentimental con la muchacha de apenas trece años… La nota concluía alentando a leer los detalles del crimen pasional en la página contigua.

El jovencito cartero no ganaba en interés más que devolverse al periódico, renunciar al trabajo y tomar el primer tren que saliese hasta su pueblo. Era el primero de la familia que se aventuraba a salir de la granja para venirse a la gran ciudad en busca de mejores oportunidades. ¡Qué horror! Esta no era más que una tierra de locos. La gran oportunidad jamás le abandonó. Había nacido en la granja, junto a su familia. Entonces no dudó un segundo más. Arrojó el periódico al río y se montó en la bicicleta tarareando una vieja canción rural.   

 


One Comment on “Los Clavos de Cristo (+Fotos)”

  1. Rainer Castellá Martinez dice:

    El 2 oct. 2021 10:15 p. m., «Camaguebaxcuba, Blog del Periodista y Escritor


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