El ánima del escapulario

Por Rainer Castellá Martínez/ Foto Lázaro David Najarro Pujol

Percibo su ánima en el peso de tan austera insurgencia, adscrita al lívido trance de la huella que filtra sus pasos. Mi corazón se quebranta como punzante daga, servil al resuello impertérrito de los balcones en que asilo mis codos y las franjas de luces acicalando el vacío, fragmenta el vidrio ruinoso por el que se filtra la nostalgia, asidua al eco dispar de los transeúntes que de blasfemias aderezan mi espalda. ¡Inverosímil cuesta de huesos curtidos por la trivial indolencia del tiempo! Útil cadalso, cuales injertos de labios humeantes proponen el fútil auspicio del amor.

Licitantes mejillas consternadas en mi pecho. ¿Qué sucede cuando el fin los sepulta? ¿A qué otra tierra sus mal sanas inmundicias adosarán? Pienso en la colcha rugosa que envuelve sus devaneos sentimentales erigida en la vanguardia, tras giros imberbes por torrendos armados, esa efigie de ojos vanos que ausculta mi amortajada estirpe, sacudida por ese llanto glamoroso, cuya enervada afrenta de estigmatizado orgullo en su abismo ahoga, como si enmascarase una legión de injurias con el paciente hedor de unos versos por pétalos cosidos. Inhalar la dicha que deja su ausencia sería peor que arrojar delirios al infértil curso de la rutina.

Las nubes forman charreteras en mis hombros, luces de mercurio agasajan el trazo en mi cien, quebranta ese cuervo leal que desde el tejado su pico revolotea. Volteo la cabeza, la superficie fermenta unos hoyos deformes, delineados por bisos de sangre. Puedo olfatear las venas derritiendo las mangas de mi camisa. Me pregunto si la muerte de un muerto algún sentido real cobra. El antídoto expande la epidemia en caso que la víctima guarde el frasco vacío. Lo contemplo abultando el bolsillo izquierdo. Lo palpo sin extraerlo.

Me resulta tan grato como la carnosa fibra de un seno. Cerrar los ojos por puro placer supone la inevitable empatía del final. Donde los páramos se tiñen de rosas anhelo encontrarte. Sé que me espera la sonrisa triunfal, tus caricias enjutas a esas manos lóbregas que de optimismo asisten a mi oscura consciencia. Tantas cosas han quedado por decir que absurdo resultaría al destino reclamarlas. Ideales siempre sobran. Lo importante es cuánto estará por venir. El frasco recoge la dicha silente. Estrujo mis manos a merced de la disímil envoltura, la otra mano basta para sostener el peso de mi cuerpo. Lo llevo a mi boca, recojo atrás la cabeza, los ojos continúan cerrados…

II

Franjas de luces violáceas acogerían como un colchón de espumas la caída del inocente en la imaginación no menos altruista del niño, fragmentándose en centeneras de cintas de cuyos extremos vertía el fértil aposento de garras filosas que catapultaban el cuerpo de la víctima hasta filtrarlo por ese agujero abstracto donde el sugerente sentido de la apatía, acogida durante el ciclo inicial de la existencia, irreductiblemente evade los desenlaces infortunados. El conde jamás sería devorado por la desesperación. Su estoica naturaleza consentiría el inobjetable afán de victoria por el guerrero generado, a merced del intrépido desliz del vaivén que sus brazos ejercían cada vez que se acercaba al pomposo balcón exhibiendo su primogénito a la súbdita plebe.

El candelero vertía empapeladas curvaturas sobre el retablo de la cama imperial. La condesa reposaba envuelta en sedosos ropajes con el semblante apacible, tanto que la candidez en su andar discreto energizaba el sutil ronroneo del bronceado filamento del techo por la regia lámpara gravitada, ante la inmediata sugerencia del Dios Apolo, vigilante efigie que guiaría el curso del bebé, satisfaciendo el ego de su padre, noble por heredad y amo de su condado por obligación. El conde contempla a su hijo retorcerse en la cuna, sus mejillas enrojecen, mas la satisfacción suprema dista en demasía de su moderado balanceo. Listones en añicos esgrimidos supone de sus extremidades apenas el maquillaje indispensable de la tecla que al piano fomenta, claudicando el insurgente resuello de las notas que la pieza adjudicaría en ese ir y venir de grato ensueño tan sellador de aplausos, insulsos al injerto altruista de la coraza que las adulaciones adosan en esa ambivalente energía del artista que genio se describe. No importa que el mundo silencie sus pasos, con el decursar del tiempo alas cobra y al ojo de la consciencia induce, una vez que los fragmentos de cera alisan la hoguera que a la superficie corroe, adjudicándole al paisaje la transfiguración exacta  para que desde lo alto la penetre el genio, proponiendo esa filosofía concreta por el nexo del arte flamante sin contaminar de nimias emociones ese lado humano la mirada al frente voltea, ataviado por el prolongado vuelo de ojos cerrados, ajeno al requerimiento de la razón que ahora impulsa su cuerpo de pasos abiertos y alas cerradas hasta detenerse frente a la cuna de almohada vacía. Sus oídos, rellenos en cambios de esa melodía ingrata, tan disentida por la inflamable fila de profesores que le anteponen incuestionables argumentos para renunciar a los generosos honorarios del conde por causa de la ética profesional expuesta una vez erradas lección tras otra, ¡esfuerzo inútil!, pendenciera frustración que hermetiza la carencia redentora en su heredero, rabia grandilocuente distante a salpicar el semblante inefable, cuya noción concreta deviene en su esposa ese reposar distante, asido a los parajes idílicos que el sueño parece prolongar durante todos estos años de plegaria al Dios Apolo. ¡Sordos los sentidos del aposento! ¡Víctima la efigie por tan inverosímiles ofrendas! Piensa el conde tras hincarse y ponerse de pie, restándole al cuerpo el sentido de la visión que fija en el arpa de Apolo. El vacío dibuja en la mente mientras su cuerpo, plausible al férreo descenso de sus funciones cognitivas, coqueto raciocinio perturba al genio, su afán sacude y el pesimismo se tiende como uniforme parnaso donde solo resta el trance liviano, adiós al estropicio inicial que destina la finalidad de esa fuente divina donde la sabiduría del arte sus aguas fermenta. El cuerpo de su hijo, inerte, de bruces, arrojado sobre la frente fue lo que vio al detenerse frente a él, en el salón de música. Unos segundos bastarían para que tomase asiento, extraviando los dedos en las filosas teclas, designado por el injurioso mutismo al que le precedía tan fértil estridencia, huelleando la curvatura del dorso que se arrojaba como humedecido molusco sobre el vientre del piano. A Osiris se encomendaría la beligerante ausencia de personal en cada resquicio del palacio. Se devolvió a la alcoba y besando la frente de la condesa, en la comadrita tomando su sueño de hada blanca, única energía luminosa en todo el recinto que no le afectaba su abismo de pasos incentivados por el retorno de las alas que en su vuelo sereno socavaría todo sentimiento enajenador. Un paso, dos, del otro lado del ventanal bastarían…

III

Cobijar sus ojos en la injuria extrema del suicidio sería faltarle a las ordenanzas del cielo. Fiel testigo del trágico suceso encomiendo mis votos al santo sepulcro si falsa palabra por mi boca se filtra. El conde yacía envuelto en una laguna sangrienta, reposando en lo bajo de la terraza central. Desde el balcón la perspectiva infringía menor trauma, hasta cierta dosis benevolente. Si de imaginación se trata, podríamos compararlo con un cantero de tierra insalubre, salpicadas por rocas útiles para disipar la estirpe de un animal salvaje. Los muebles forrados de telarañas creaban paredes de reblandecidas natas que en un primer momento el acceso me dificultaba, más la huesuda mortaja reposando sobre el colchón de hollín que pavimentaba la cama me desconcertaría por unos instante, los precisos para aterrarme, enlodando cualquier vestigio de enervante reflexión, hasta increpar con el manto de cachemira en molde carnal desnudando la increpante figura del Dios Apolo. Del arpa vertía un escapulario enroscado, pero tanta sería mi consternación que al declinar mi curiosidad, indomesticable ejercicio de mi naturaleza aun en tan suigeneris circunstancia, creí percibí el sutil desliz de un ánima que desprendía el escapulario. De inmediato me puse de pie y su rastro me condujo a un espacio divido por un componente un tanto más grumoso que las paredes de natas. Cuando mi brazo derecho pudo por fin penetrar en el hoyo de aquella carnosa caverna extrajo el escapulario entre mis rígidos dedos. Lo escudriñé como joya antiquísima, pero la iluminación era difusa. No tardaría en escuchar un agudo chispazo y despertarse la danza de las llamas en la chimenea. El reflejo del ánima se posó en el arpa de la efigie y luego sobrecogió mi hombro escapando por el balcón. La prudencia mezclada con el pavor suele verter en la esencia humana esas filosas raíces que requiere el arquitecto de la vulnerabilidad para su coraza diseñar. Razón por la que me remití a descarnar el resto de la cubierta de la curiosa caverna, propenso a la inerte efusión de emociones que indicaba la lógica al hurgar con mis manos aquel cascajoso embudo depositado en la cuna que no tardaría en identificar. Escudriñé con las manos un vestigio de aquella amalgama de huesos y  una sensación apacible cobraría en mi fatua percepción la dosis suprema de la indolencia. Me sentí un desdichado y cerré un segundo los ojos. Al menos con piedad requería nutrir mi espíritu. Pero no inhalaba más que oscuridad, una oscuridad carente de fundamento, forma, efectos como si el germen conceptual hubiese escapado por el balcón en compañía del ánima. ¡Maldición… el ánima seduce espasmos dentro de esa pena helada que sacude el universo, cargando el peso de tan austera insurgencia adscrita al lívido trance de la huella que filtra sus pasos. Me dije.

Cuando abrí los ojos descubrí mi cuerpo apuntalado de la cornisa asistida en los bajos del balcón. El escapulario había desaparecido de mi mano. En su lugar, un pequeño frasco amenazaba con verter su líquido en mi boca.



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