La utilidad del deseo

Centro histórico de Camagüey, Patrimonio Cultural de la Humanidad. Foto Lázaro David Najarro

Por Rainer Castellá Martínez/ Fotos Lázaro David Najarro Pujol

1883 Cementerio del Santo Cristo del Buen Viaje

I

Se inclinó sin apoyar la mano derecha en la rodilla del mismo lado. El viento daba un ligero manotazo al sombrero. A medida que rosaba el ala con la punta de sus dedos se escurría adelante como si respondiese a una presencia invisible, capaz de socavar en los traviesos albores de la soledad asignados a las sepulturas y bóvedas, a la cuesta de los pasillos que trazaban el cementerio, esa clase de indulgencia ajena tan típica de estos sitios. Los cementerios son un lugar de reposo, no de dolor.

El dolor se vive con la objetividad directa en esa antesala de la muerte que son los hospitales. El sufrimiento cesa con el viaje del ser querido hacia lo profundo de la tierra. «A veces creo que Dios no está en el cielo sino aquí abajo. De lo contrario nos mandaríamos a construir sepulturas en el aire.

Algún tipo de carisma debe tener el abismo. » Su semblante cobraba esperanzadores bríos una vez le acercaba su sombrero de alas gastadas. Recuerdo que una cinta rojiza rodeaba la base de la copa.  Se lo acomodó en la cabeza con la lentitud natural del anciano que ahora sí se alzaba ante mis ojos. Con su otra mano se dejaba guiar del bastón con el que tuve la sensación, punzaba el trillo, adrede. Caminé a su lado, en dirección a la salida sin pronunciar palabra alguna, poseído por la certeza que aquel extraño, de un momento a otro, dejaría una huella perpetua en mi consciencia. Llegamos a la verja y achiné los ojos ante la nueva estampida del helado viento que  erigía sus mal sanas caricias en el espejo empañado del cielo.

Camagüey

Nunca he temido a los días grises, ¡muy al contrario!, la niebla y las atmósferas lúgubres resultan inspiradoras al alma. Una especie de paz cercana a la insólita levedad del instinto conquistador de cuánta belleza le circunda, queda sin rostro, por pura voluntad. Entonces es como si me reconociese en ellas y un sosiego arrasador e idílico fluye en mis venas. Por eso pensé que nada de lo que sucediese podría desconcertarme. Absolutamente nada.

No alguien como yo que llena de luz su espíritu con las tinieblas que resto del mundo de los muertos. Y en parte tenía razón. Nada conseguiría quebrantarme la fe.

Ningún poder sobrenatural sería lo suficientemente inquietante o macabro para aterrarme y tampoco caer al suelo con las manos temblorosas cuando el reflejo del primer relámpago dividía el cielo en dos, como una cruz, el semblante del anciano que nuevamente parecía beber del elixir de la eterna juventud, mientras contemplaba tranquilo el desatino de mi cuerpo resbalando en el lodo por la lluvia maquillado, o el graznido de los cuervos revoloteando en los arbustos que vestían el techo de la verja, o el murmullo de las ratas saliendo despavoridas de cuánta ranura entre la tierra y las sepulturas asfixiase el torrente de lluvia.

Nada de eso, ni siquiera la vergüenza de ataviarme a la absurda actitud que se subasta en la irónica esencia de mis capacidades por procurar el  control de las emociones, y quedaban al traste con todo lo que creía o consideraba representar hasta ese entonces, nada, absolutamente nada de eso, sería suficiente, tan solo por un ínfimo detalle, que consigue cambiar la perspectiva de todo en lo que creía fuese y no. Se trataba de su sombrero, inmóvil sobre su cabeza como un faro anclado a los arrecifes en plena tormenta.

Miré a los lados, las farolas desde la calle destilaron un ínfimo hilillo, como cintas de carnaval tragadas por la boca del cielo, acaso llenas del mismo temblor errabundo con que mis manos y pies oscilaban sobre el macilento lodo de la superficie y mis ojos achinados por los puñales que la lluvia lanzaba en espiral, buscaron el rastro de las avecillas en los gajos del arbustos que  sería un segundo después, estremecidos por el escandaloso crujido de una gruesa rama, supongo que lo era, dada la imponente sacudida de la verja tras apuñalarla en el vientre, y con el resplandor de otro trueno servir el visible y grácil hilillo del bastón que suspendía ante mis ojos y al que un segundo después adosarían mis mortecinas manos, como un ancla que tira para llevar a la superficie un objeto valioso, el bastón me salvaba de morir sepultado en el lodo. No tenía fuerza siquiera para abrir los ojos, es como si todo mi cuerpo hubiese sido atrapado bajo el peso de sus párpados.

De ese modo permanecí unos cuantos días. Pequeños destellos de sangre tibia corrían por mis venas, generando la energía precisa para que al menos, sin fuerza suficiente para ponerme en pie, consiguiese liberar de la edificación en ruinas resultante a los mencionados párpados y abriese los ojos, descubriéndome en otra especie de gruta a la embebida en los delirios del sueño anterior, una gruta mucho más austera y lúgubre.

¡Qué clase de sitio tan siniestro podría ser este! Del rocoso tapiz de las paredes colgaban esqueletos deformes, los puntales de las columnas bañadas en mohos, servían de nicho a los murciélagos y en el vacío se respiraba un penetrante hedor a azufre. ¿Qué tipo de criatura viva podía habitar en aquel reciento típico del más imperioso infierno? No podría evitar el presuroso impulso de mi corazón mientras desesperado intentaba ponerme en pie.

Ni lo uno ni lo otro ofrecían resultado. Me consideraba un poeta de espíritu libre. Un poeta que cantaba al lúgubre albor de leyendas malditas que despiertan a medianoche de ataúdes y sombríos recintos. Pero lo cierto es que en esta ocasión mi espíritu quedaba preso a su cuerpo, y ni el recorrido de la sangre, o los latidos del corazón, cobrarían distinto destello al de una milenaria y carcomida efigie. El infértil vestigio de mis reacciones voluntarias sería evidenciado por el olfato de hedor irritable a lo sumo del que fue víctima mi nariz sin advertirme de los gemidos del suelo que ofrecería ante el noble espejo de su figura, la muestra indulgente de ese simple detalle y que a mí no cesaba de parecerme horrendo, aun después de unos segundos que dibujase su figura toda en mis ojos y renunciase a punzar el suelo con su malhumorado bastón.

Aquel detalle, ese simple y maldito detalle, de alguna manera parecía unir los hilos de los campos de acción entre el mundo de los vivos y los muertos; sobra aclarar que conseguía inquietarme con mayor soltura a la irritación procurada por el azufre en los hoyos de mi nariz, una inquietud que se regocijaba en la vida más delirante y perversa, aunque por mi cuerpo inhibido como una estatua padeciese. Ese detalle, ese simple y hasta irónico detalle de una vez lo cambiaba todo. ¡Su sombrero de alas raídas, su maldito sombrero!, le cubría la cabeza entre ligeros bamboleos, como si debajo le corriese una brisa invisible y a punto de su descenso en el suelo, rodase a mis manos, y comenzase todo de nuevo, ¡la maldita pesadilla, una y otra vez, otra vez no puede ser posible, otra vez no!

-¡Casi mueres de hipotermia! Pero dios te trajo de vuelta. No te quiere en su campo santo- pronunció el anciano conteniendo cierta petulancia en el tono. Me apuntaba con el filo de una tijera. Las abría y cerraba al azar cortando el vacío. Cerré los ojos aclamando, según aquel siniestros anciano, por ese mundo en el que dios aún no me quería. Un mundo que elegía la oscuridad plena antes de recoger la visión nefasta de un sitio como este. ¡Si así ha de ser el mundo de los vivos, no lo quiero, no lo quiero más! Llévame mi dios, acaba de llevarme a tu reino de una buena vez…!

II

«De una buena vez…llévame mi dios, acaba de llevarme a tu reino… te lo ruego.» Acto seguido el cielo se llenaría de raíces como si se descendiese a la tierra. Me llevé las manos a la frente para secarme el sudor. Me alentó el repaso visible de su rostro en la cruz, seguido del graznido de una avecilla que se posaba al pie de la sepultura.

-¿Dolores, eres tú?

La avecilla emitió un leve graznido, balanceando al frente la cabeza y se hincó a paso lento al pie de la sepultura. Con el pico recorría una línea apenas visible, grabada en la lápida.

-¡Eres tú, ah, Dolores, lo sabía, siempre lo supe!  ¡Mi amor, mi amor! Pero de súbito sus alas de ébano se alzaron azarosas ganando el vuelo y mis manos recorrieron el polvo de la sepultura como un vestigio inalterable de la prueba que habría de esperanzarme. Boca arriba permanecí con los ojos rendidos en el reflejo espontáneo de las pirotecnias asignadas al cielo. Pura ironía del destino cobrando en mi memoria una circunstancia similar al tiempo de carnaval donde Dolores fue desposada por aquel oficial español. Bajo ningún concepto hubiese vislumbrado lo que ocurriría después. Con mi hondo pesar hubiese bastado. Nadie tiene que pagar por culpas ajenas. No es justo que así sea, pero fue; fue tan cierto como estos ojos que el día menos pensado, fatigado por tanto padecer, gustoso el infierno sumirá.

Todo ocurrió una mañana en mi barbería cuando un cliente me mostró la nota en el periódico “La Luz,” donde publicaba a menudo mis elegías dedicadas a las principeñas de la Villa.

-¡Don Moya, ha quedado usted lelo!

-No es nada. Es que… la muerte siempre me consterna. Debería tratarse de una situación corriente, al fin y al cabo dios es nuestro señor, él sabe cuándo quita y cuando da. Pero no por eso deja de consternarme.

-Es normal Don Moya, una reacción natural y piadosa ante un semejante.

-Supongo que imperfección humana al negarnos a la resignación- añadí, devolviéndole  el periódico al cliente.

-¡Hasta más ver, Don Moya! – se despedía con la mirada iluminada en el espejo mientras se sacudía la loción que le coloqué en las mejillas tras la afeitada.

-Vaya con dios- susurré y me dispuse a cerrar la barbería. Faltaba un poco para el mediodía, pero no me encontraba bien. Dejé caer mi cuerpo en el sillón de pelar y sin quererlo eché el periódico al suelo. Ya debía llevar un buen tramo de calle como para intentar devolvérselo. Además, mis piernas no me respondían. Recuerdo llevarme las manos a la cabeza y reconocerme en la imagen atroz que proyectaba el espejo por un buen rato hasta que sentí la sangre calentarse y reanudar el recorrido en mis venas. Entonces me puse de pie y recogí el periódico que yacía con la hoja de la nota marcada, enunciando la muerte del oficial español.

«Cerrado.» Coloqué el letrero en la puerta. No sabría reconocer la hora. Pero cuando pasé de lado, alcé la vista y una legión de rayos caía sobre el campanario de la Iglesia de La Merced. Ajusté a la cabeza tanto como me fue posible el ala del sombrero y tomé calle arriba hasta toparme con una fachada señorial de amarillo intenso con las ventanas entreabiertas, desprendiendo en los adoquines de la calle el azul fresco de su pintura. Me acerqué sigiloso, ante el lamento frenético de una negra que aclamaba por la vida de su ama. Me estremecía de súbito. ¿Cómo puede ser posible? El muerto era él, solamente él, leí bien la nota de prensa. ¡Muy bien! ¡Jamás erraría en una situación como esta! Los segundos sumidos a la más ingrata anonadación, bastaron para que el alarido de personas que se daban cita dentro de la casa, disminuyese considerablemente.

Cuando recobré el sentido me dispuse a tocar a la puerta, antes miré por la ventana pero ni rastro de la negra esclava. Insistí pero nadie atendió el llamado a la puerta. Desconsolado me hice atrás, alcé el bastón y di de puntadas una, dos, tres veces. No tardaría el portón en crujir con igual insolencia al repique de mi bastón. El hilillo de luz que se expandía en mis ojos, acaso si mostraría la lívida complicidad del hosco vacío donde me llegaba una respiración difusa.

Me acerqué con sutileza. Por un instante juraría que el bastón se arrugaba adosado y olfateaba mi entrepierna derecha como un animal rastrero. Juraría además, ¡en efecto!, sin lugar a dudas me atrevería a pensar, que la mujer vestida de negro, tez morena y redonda simetría en su rostro, no era en absoluto Dolores Rondón sino la misma esclava que hace un rato daba de alaridos detrás de la ventana, pero la nuez que formaban sus ojos, delatada por una mirada aprehensiva, dibujaría en mi consciencia aquellos gratos recuerdos de nuestros primeros tiempos felices, (por así decirlo) porque francamente no fueron muchos.

Por otra parte, sus anchas caderas, colgando de su fina cintura, servirían para agarrarme, como quien se sustenta de ese árbol siempre conocido, en estos instantes de poca cordura, que hace se quebranten mis rodillas y retorne a mis venas el acecho de su sangre congelada cuando me dispuse a pronunciar palabras que terminarían asfixiadas en el lívido albedrío de la incertidumbre, asignada a la irreductible arrogancia de su voz.

-¡¿Cómo es posible que se haya atrevido a tanto?!

Espetaba colérica, a punto de cerrar la puerta, cuando un oportuno calor regeneraba mis venas, brindándole la elasticidad precisa a mis brazos para anteponer el bastón. Escuché acercarse unos pasos agitados, seguido del agudo alarido que bien reconocía. La visión afilada como un puñal de la criada se erigió en mi memoria, minutos después, callejuela abajo, sobre los hombros de Dolores, alegando con todas las de la ley que dejase tranquila a su ama, llamándome asesino y envuelta en otras amenazas que no estaba dispuesto a tolerar.

Recuerdo que la luz del sol dibujaba en el campanario de la Iglesia unas imperiosas lenguas que descendían hasta la cornisa del salón principal, destilando una lumbre asidua al rebosante escenario de los feligreses que cruzaban palabras como animados por una tertulia imperial.

Me escurrí entre ellos, abordando la iglesia como alma que necesita sacudirse del demonio que lleva dentro. Fui directo al confesionario, di un par de golpecitos, luego coloqué el bastón a un lado, y me hinqué de rodillas. Esperé un rato pero nadie atendía el llamado. ¡En menos de media hora sería expulsado de dos sitios a la vez como si fuese el peor de los pecadores! Tomé el bastón dispuesto a abandonar la casa de Dios, que ni siquiera atendía a mis súplicas. En ese instante las palabras del sacerdote me detuvieron. No obstante mi mano derecha se aferraba al puño del bastón.

-Hijo, hace mucho que no visitas la casa de Dios. ¿Qué te aqueja con tanta holgura como para que se cumpla semejante milagro?

Apreté con tal fuerza el puño del bastón que creí se cortaría la circulación de la mano. ¡Cómo era posible que un hombre de dios, como el Padre, me hiciera tan mundanos reclamos!

-Lo siento, Padre, soy consciente que hace mucho no vengo a confesarme.  Es que la barbería no me deja apenas tiempo…

-Hijo, siempre hay un tiempo para acudir al llamado de dios, como lo hay para atender el auxilio de los hombres. ¿Tú dirás hijo? ¿Cuál es tu pecado?

-Padre, me temo que mi pecado no se exime con rezos ni arrepentimientos.

-Dios es misericordioso, hijo,  todo lo perdona, si el arrepentimiento es sincero.

-Dios tal vez, Padre, pero el arrepentimiento suyo no es lo que necesito, sino uno más simple e imperfecto.

Del otro lado, escuché el inquieto ronroneo del sacerdote intentando reacomodarse.

-¡¿Hijo, no comprendo cuánto dices?! ¿Podrías ser más específico?

Hice una breve pausa. Aguardaba el momento preciso para liberar mis culpas, era una culpa muy pesada, de la que hasta esta mañana no consideraba ser poseedor; confesándolo a un santo varón, pensé que la carga sería más sustentable. Solo que olvidé que un sacerdote no comparte culpas, simplemente decide si te exonera o no de ellas.

Si alguien me preguntase en qué quería convertirme si volviese a nacer, diría que sacerdote, ¡o mejor!, monje de clausura, así no tendría que compartirme con nadie las culpas del mundo, el mundo sería ajeno a la ínfima huella que dignaría mi existencia y mi egoísmo no sería visto como un rasgo amoral, sino muy al contrario, una virtud que dignificase el ocio enceguecido de la existencia. Y la razón principal es que podría renunciar a los falsos valores de la sociedad. Asuntos como el honor y el deber de los cuales no puede prescindir ni siquiera un simple barbero liberto como yo.

III

La línea recta que mi pasos trazaban, dibujaron un puente irreversible hacia la muerte. El oficial español había elegido los padrinos, ni siquiera para morir acompañado de un ser querido, ganaría privilegios.

La vida no le ofrece nada a los criollos de mi condición. En todo caso, lo poco que consigues, debes arrancárselo a mordidas. Una metáfora que igual de nada sirve cuando te bates a duelo con un alto oficial español, que está convencido podrá saldar su deuda de honor, sin el menor reparo, a juzgar por su destreza militar y la fama bien ganada de ser uno de los oficiales españoles de mejor puntería en la Villa.

Recuerdo la suma presunción con que manifestó su empeño de duelo en plena Plaza de Armas, dice que porque el honor de una dama estaba en juego. ¡Ah, una dama! Esa es una definición muy estrecha para una criolla de la naturaleza de Dolores.

Antes que dama, Leonor era una hembra bella y ardiente, una criolla que no responde ante ningún hombre más que a sus propios caprichos. Yo fui un simple capricho en su vida, uno de tantos, hasta que se unió en matrimonio y fingió transformarse en la mujer que yo sé bien nunca podrá ser. Porque Dolores es una flor silvestre del monte, hecha para admirarla, y seguir de largo, si te acercas con la intención de cortar su tallo, se marchita y de paso hace que tus dedos sangren, si te fijas bien, el tallo es tan filoso como un puñal, solo que muy pocos lo notan, enceguecidos por la belleza de sus pétalos.

Así es Dolores, no se me ocurre comparación más perfecta.  Su marido no la conoce bien, y no es posible porque su intención nunca ha sido amarla, sino poseerla.

Su necesidad imperiosa de sentirse dueño absoluto de la hembra más hermosa en la Villa, es cuanto motiva a su ceguera, y sus ofensas en mi contra para justificar el duelo, no es otra que la de enaltecer su ego; jamás se ha tratado del honor de Dolores, de lo contrario supiera que la vez que nos sorprendió en el mercadillo, con su pañuelo en mis manos, jamás se trató de un encuentro calculado. Dolores buscaba lo mismo que yo, frutas y granos frescos.

El pañuelo cayó al piso y yo me agaché a recogerlo por pura cortesía como lo haría con cualquiera otra dama. ¿Cortesía? ¡Bah! Está claro que Dolores no es cualquier dama, es más ni siquiera una dama. Los evidenciaba en su coqueta sonrisa. Al final tengo que darle, al menos en parte, la razón a su esposo, no todo es obra de la casualidad, ni siquiera de la suerte, que a veces nos juega una mala pasada. Cuando nos volteamos fui el primer en disparar.

Mi puntería ni se acerca a la suya. Supongo que lo traicionaría el exceso de confianza. Le di un disparo en la parte baja del hombro. El impacto de la bala lo desequilibró tanto que le hizo caer al suelo mientras su disparo se perdía entre las nubes deformes de aquel mediodía gris.

Desde mi posición percibí su casaca sangrante y los padrinos en su auxilio, pero nada más. Quería marcharme lo más pronto posible de aquel lugar. Cuando me vieron retornar a la Villa, una cuadrilla de principeños me abordó, bajé del caballo y con más desconcierto que ellos, le respondí: que el oficial solo estaba herido. Supongo que la suerte estuvo a mi favor. Estuve dos días cerrados en casa, esperando de un momento a otro que oficiales del cabildo viniesen por mí. Todo estaba en regla, se trataba de un duelo, pero quien salía herido era un alto militar español. Cuando los golpetazos en la puerta me despertaron al amanecer, me la tomé con calma, respondí con solemnidad y resignado pedí unos segundos para vestirme. Las botas aún tenían impregnados el barro del camino. Trazaron una huellas en el piso como si recontase los pasos que marcaron distancia la mañana del duelo.

Abrí la puerta y mi desconcierto no pudo ser mayor, viendo al jovencito y desgarbado emisario de la misiva que me entregaba tras la actitud sigilosa de constatar la procedencia. El galope del caballo dejaba un eco sutil en mis oídos una vez abrí el sobre.

Soy capaz de reproducirla literalmente. Sus palabras aun me perfuman la memoria. Me pedía que nos viésemos en la iglesia esta noche después, de la misa. Cita a la que no debía faltar. «Me urge verlo, aún hay viejas deudas que debemos saldar. Por la parte de mi esposo, ya su honor está saldado. Dios lo ha retornado a la vida. Para alguien que debe en este mundo una segunda oportunidad le resulta inútil corresponderle al prójimo con rencor y malos vicios. La esperanza late en su corazón tanto como en el mío, aunque la luz nos asiste por senderos diversos. Firma: Dolores Rondón de Gracia. »

Los feligreses parecían hormigas llenando cada rincón de la plaza tras salir de la iglesia. Aún quedaban unos pocos que entrecruzaron miradas indiscretas en el interior del salón. Me incliné ante el Cristo enaltecido en el altar, acudí a una oración cualquiera sin justificar su finalidad, intentaba ganar tiempo para que Dolores apareciese.

La imaginaba de mil formas tomar el estrecho pasillo que la conducía hasta mí, de mil formas sus palabras cariñosas tejidas entre el susurro de mi oración que se dilataba más de lo debido hasta que no tenía otra cosa que hurtarle a la imaginación que mi propia imagen persignándose tras concluir la oración. Abatido me di la vuelta en dirección a la salida. Un jovencito de rubios cabellos rizos, que lucía atuendos clericales, me detuvo al pasarme de lado.

-Señor lo siento, estamos a punto de cerrar.

En el tono de su voz guardaba la inocente obediencia de un monaguillo. Le asentí ante lo obvio pero me detuvo muy cerca de la salida, indicándome que debía tomar en dirección contraria. Señalaba a la sacristía, detrás había una puerta trasera. Al inicio creí que se trataba de alguna aversión social nacida a causa del duelo con el oficial Gracia pero mientras iba acercándome a la sacristía una energía luminosa que se calaba en mi interior como un trueno, me indujo a saborear el más pleno optimismo.

-Pensé que no vendría.

Pronunciaba como un ángel al que le toma prestado todo, incluso el ávido designio de su naturaleza, implicada en los albores delirantes de sus ademanes cuyos dedos restándole a los tejidos guantes el placer indescriptible al roce de su piel, quedaban a excepto del indulgente recuerdo que hoy me asiste para saborear con amargura el prematuro desenlace de los segundos venideros donde  el eco del sacerdote hacía mella impávida en mi consciencia como si cavase su propia sepultura.

Y es en verdad lo que se aviene a cualquier espíritu imperfecto tras sufrir el precio de la decepción. Sin otro tesón que el sagrado abismo al cual pretendía sumergirme, el santuario de la sacristía me daba vueltas, y el mantel se anudaba a mi garganta, asfixiando mis coléricas palabras, hasta aunar el vacío, el eco fatigado del sacerdote, aclamando por su vida.

Cuando retorné a la realidad, si es que lo real se puede encerrar entre cuatro paredes y los ojos encimados a mis hombros, desde el supremo vestigio de la realidad, que aún contrastaba a la noble naturaleza del monaguillo, por la boca del sacerdote salía el quebrado silbido del moribundo que se resiste a la vida a toda costa.

Por puro instinto mis manos renunciaban a su cuello, llevando en mis dedos el morado anillo que sería la huella de mi probable asesinato. Había enloquecido. Definitivamente el amor por aquella mujer me había enceguecido la cordura.

III

Escuché aterrado aquella historia que me contaba el nefasto anciano. Me fue imposible conciliar el sueño en aquella oscura catacumba donde llevaba años escondido luego de ser acusado por el monaguillo. Según sus propias palabras, el sacerdote no murió, pero a causa de una voluntad ajena el oficial de Gracia, no corrió con la misma suerte, la noche en que Dolores lo citó en la iglesia, el oficial Rosman de Gracia y Tenet, que era su nombre, sufrió un paro cardíaco y fue hospitalizado, debatiéndose durante varios días entre la vida y la muerte hasta que por fin su cuerpo se rendía al reposo eterno.

El único sitio donde jamás lo buscarían sería en este fortín abandonado al fondo del cementerio. No sabía a qué otro sitio ir, lo buscaban para colgarle en el medio de la plaza hasta que por obra y gracia de unos jóvenes de buen ver que acudía al cementerio para visitar la tumba de sus padres, justo al atardecer donde salía por los residuos de comida que dejaba en la plaza del mercado, se enteró que el sacerdote continuaba vivo y que el monaguillo había retirado la denuncia en su contra. No obstante tampoco sabía hasta qué punto confiar en la veracidad de la noticia. Al fin y al cabo era un fugitivo.

Esa noche hice mis averiguaciones, con un cliente que trabajaba en el cabildo y para mi bien la noticia confirmó. Esa mañana retorné a mi casa. Abrí la barbería como cualquier día corriente. Llegó un cliente, el único en toda la mañana, cuyo amable carácter denotaría que el penoso suceso en la sacristía no había afectado en lo más mínimo mi reputación.

Ni siquiera sería suficiente el fatal desenlace  del oficial Gracia, cuando me entregó el periódico trasmitiéndome la noticia. Las calles de la Villa estaban tan despobladas como el mediodía  en que acudí a darle mi pesar a su viuda. ¡Dolores, Dolores, Dolores, ¡ah!, mi Dolores del alma! Necesito que me perdones. Yo te he perdonado ya, hace mucho que en mi corazón no hay más sentimiento para ti que no sea este amor puro y sincero. El Padre no lo entendería, un emisario de dios no padece de ciertas debilidades carnales que aquejan al hombre terrenal.

Ahora que lo pienso mejor, en el fondo buscaba un pretexto para excusarme con el padrecito por mi actitud anterior, pretendía hacerle ver que un hombre carnal enloquece con facilidad ante la negación del placer carnal. Que el delirio de la carne más que una obsesión, es una atenuante evidente de que estamos vivos, y que somos capaces de estallar en cualquier momento ante la inutilidad del deseo. Porque poseer hace que nos sintamos vivos. Y yo quería vivir, lo pretendía de alguna forma. Pero no contaba con lo que estaría a punto de ocurrir.

IV

En lo alto del recinto un cuervo ronroneaba en los balaustres de la pequeña ventana, seguí el trazo del moho hasta el marco inferior de la ventana con los ojos firmes y los párpados ligeros. El recio hedor de aquel sitio envenenaba mi nariz con absoluta cordura. Mi cuerpo estaba tibio y sin la menor contemplación la sangre emanaba en mis venas.

Me descubrí la colcha y esperé un rato para ponerme en pie. Junto a la cama flotaban unas compresas desnutridas en el agua turbia de la palangana. Me puse los zapatos, esperé un rato ante la tentativa de un súbito mareo. Sería poca la distancia que había para llegar a la puerta. La encontré entreabierta y supuse que el anciano debía estar merodeando en algún escondrijo del cementerio. El cielo estaba plomizo y la niebla reposaba sobre las arboledas que formaba un aro circundante al lugar.

La luz se filtraba sutil por las piedras rocosas, de esa especie de castillo medieval que forraba las fachadas del fortín español. En el extremo superior pude divisar un nido de cuervos que sobrevolaba el techo y del que procedía el cuervo que arrullaba la ventana. De pronto escuché un crepitar jactancioso que los espantaba, e hizo que furtivo me acercase a la ventana.

El cuervo continuaba anclado al marco inferior como una caprichosa marioneta. A mis pies el bastón del anciano se cubría de lodo. Me agaché a tomarlo y en eso sentí que algo rodaba de mi cabeza, antes limpiaba el bastón del anciano y miraba a los lados con la intención de encontrarle.

El bastón trazaba a una distancia prudencial de mi pecho cuando lo devolví atrás dejándolo reposar a mi lado. Apreté el puño lo más que pude. El aire impuro que se filtraba por mis pulmones volvía a dejarme escaso de aliento. Me apoyé en el bastón y avancé a paso lento tomando el sendero principal del cementerio.

El cuervo me seguía de cerca, con aires de bufón. Sus patas saltarinas se arrellanaban en el filo de mis ojos. Próximo a la salida un viento fuerte lanzaba puñales contra las telarañas que servían de esqueleto a bóvedas, tumbas, cruces y epitafios asilados a mi derecha. Me detuve esperando a que cesara con el brazo libre cubriéndome el rostro.

La niebla compacta se llenaba de agujeros sobre las arboledas del fortín y en su descenso huellas trazaba sobre los trillos que conducía a las sepulturas. De ese mismo lado pude contemplar el rostro de una gárgola vestida de telaraña como si de algún modo intentase desafiarme. Alguna extraña y seductora señal me conducía a ella. Entonces apreté el puño del bastón y punzando el barro me dirigí a ella, abandonando el callejón central.

El cuervo sobrevolaba a mi lado parte del trayecto hasta que se posó a los pies de la gárgola, me esperaba sumido a un ligero murmullo, que sacudiría de espanto una vez el bastón usaba de espada para asesinar las telarañas y abrirme paso hasta el interior de la sepultura. Me sentí a lo sumo fatigado y tomé asiento en uno de sus bordes. «Las flores estaban secas.

Deberían cambiarlas.» Les reclamé a unos sepultureros que se acercaban platicando en dirección contraria con vestuarios y útiles de trabajo. Pasaron de lado ignorándome. Una vez que se alejaron el cuervo comenzó a graznar. Su eco me inquietaba al extremo pero no hice el menor intento por espantarlo. Mis piernas volvían a ser torpes y pesadas. ¿Tal vez había retornado la fiebre? En los colmillos de la gárgola se dibujaba el mismo brillo amenazante que en el rastrero reflejo de su faz. El cuervo repicaba las hierbas bajas de la sepultura como si pretendiese comunicarse con el muerto que reposaba en lo hondo.

-Déjelo, siempre se pone así cada vez que se acerca a esa tumba.

Me volteé a ver y reconocí a uno de los sepultureros que recién pasaban de mí. Guardé silencio y luego miré al frente. El cuervo repiqueteaba con su pico el epitafio.

-¿Qué es lo que tiene? – sin mirarle pregunté al hombre que se detuvo a mi lado. ¿Me refiero a la tumba?- insistí.

-¡No lo sabe!- exclamó con asombro-. Es la tumba de Dolores Rondón, una criolla que murió de una penosa enfermedad en el hospital El Carmen poco tiempo después de la muerte de su esposo. Dicen que tenía a todos locos en la Villa, incluyendo a un barbero liberto que escribía versos y hasta dicen que los versos del epitafio llevan su nombre.

El cuervo emprendió el vuelo mientras me acercaba al epitafio con tal de saciar mi curiosidad, inclinándome sin apoyar la mano derecha en la rodilla del mismo lado, barría con la mano el amasijo de telarañas que lo cubría.

-¡Pero aquí no hay nada escrito!

-El sepulturero largó una sonrisa suspicaz.

-Hombre, es que ha pasado mucho tiempo, la lluvia y el sol debieron borrarlo. Aunque si se fija bien, todavía queda la sombra del trazo.

Le escuché alejarse y luego detenerse.

-¿Dígame algo, usted no es de por aquí?

No supe qué contestarle. Sería inadecuado que una respuesta mía me llevase a tener que darle explicaciones a un desconocido sobre las circunstancias que envolvieron mi presencia en este cementerio. Por tanto, tampoco sería recomendable que le preguntase si conocía al misterioso anciano del fortín.

El sepulturero me contemplaba con fijeza.

-¿Por qué la pregunta?

-Don, no se lo tome a mal, es que me parece raro que no conozca la leyenda. A mí no me lo crea, sabe, yo no más cubro ataúdes con tierra y eso porque me lo pagan, sabe, pero cuentan las lenguas supersticiosas de la Villa que el barbero venía todas las noches a llorar en la tumba de la criolla Dolores y a la mañana siguiente aparecía su tijera al pie del epitafio. Así fue durante algún tiempo.

Hablaba con ella y le recitaba versos. Nadie se atrevía a echarlo, el pobre hombre estaba poseído por el amor hacia la bella criolla, hasta que una mañana no lo vieron salir por la puerta principal. Lo buscaron por todos lados y nunca apareció. Nadie supo qué fue de él ni de la tijera que dejaba durante el día al pie del epitafio.

Las últimas palabras del sepulturero, a medida que se alejaba, estremecían mis sentidos como una campana de iglesia que enuncia misa.  « Dicen que fue poseído por el alma de la muerta que se lo llevó con ella para terminar con su sufrimiento». Sentí una hincada en mi cadera, entonces hundí la mano en el bolsillo de la chaqueta. Los dedos me temblaban sustentando la tijera con que repasaba la huella de líneas que se mostraban en la lápida. El cuervo retornaba a mí y su graznido sibilante, por una razón insospechada, asilaba en mi memoria los versos del epitafio que comencé a recitar en voz baja:

Aquí Dolores Rondón

Finalizó su carrera

Ven mortal y considera

Las grandezas cuales son:

El orgullo y la presunción,

La opulencia y el poder,

Todo llega a fenecer

Pues solo se inmortaliza

El mal que se economiza

Y el bien que se puede hacer.

                                             Agustín Moya

Apoyándome en el bastón recobré la postura. Mis brazos continuaban trémulos, mis piernas me pesaban como una lápida y la sangre que circulaba por mis venas renunciaba a su abrupto y liberal recorrido.  El cuervo alzó el vuelo, perdiéndose en una nube que abría su vientre de cicatrices tras el anuncio de los primeros relámpagos.

El viento batía con furia como si tras la recitación de estos versos a la complicidad de la luz mañanera para cubrirla una vez más con sus tinieblas, devolviendo a mis pies el sombrero de alas gastadas que había sido arrojado ante la ventana del fortín. Sí, se traba del mismo sombrero de cinta roja en el tallo de la copa que había visto portar al anciano.

Con mucho cuidado me agaché y me lo coloqué en la cabeza con la lentitud natural del anciano que ahora sí debería alzarse ante mis ojos.  Con mi otra mano me dejaba guiar del bastón con el que tuve la sensación, punzaba el trillo, adrede. Debía caminar a su lado, en dirección a la salida sin pronunciar palabra alguna, poseído por la certeza que aquel extraño, de un momento a otro, dejaría una huella perpetua en mi consciencia…  Una huella que antes de que abandonase el cementerio, sería sepultada, como los versos a Dolores Rondón de aquel epitafio que dentro, muy dentro, aún persiste en mi memoria.                                               

 



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